En un brevísimo plazo de tiempo dos personas, con una historia vital radicalmente divergente -lo único que tienen en común es conocerme-, han coincidido en una curiosa apreciación: la brevedad de nuestro paso por la vida.
Una de dichas personas, viejo y querido amigo desde hace más de treinta, afirmó, al poner en común nuestras últimas lecturas, que él ya sólo leía libros de ensayo, pues tenía la íntima sensación de ¿pérdida? de tiempo si dedicaba su capacidad lectora -grande, por otra parte- a las novelas: sin menospreciarlas, padecía de una mala conciencia, que un economista habría definido como resultado de un análisis del 'coste de oportunidad' entre utilizar una vía u otra para acceder a mayor conocimiento.
La segunda en lid, mi madre, me acaba de comentar la siempre dolorosa separación de una querida pareja, y el sabor entre amargo y agridulce que el saberlo le estaba provocando. Me decía, al cabo de contarme los hechos, que ahora las parejas duraban menos y que no pasaba mucho tiempo sin que alguien le diera razones de una nueva separación, mas no lo achacaba a nada sujeto a un supuesto relajamiento moral, sino a lo que, a su entender, distinguía claramente este nuestro tiempo de otros anteriores, y en particular el suyo: la conciencia de nuestra finitud; y aceptaba, al fin, que quien tomaba la opción de llevar adelante la separación no hacía sino defender su pequeña, ínfima, y en el fondo inapreciable estancia en la vida.
Seguramente mi amigo no hace ascos a una buena novela y seguramente antes de tomar la traumática decisión de la separación, las parejas se dan una y mil oportunidades, pero tanto mi amigo como mi madre, tan distantes en su tránsito por la vida, son conscientes del jánico signo de nuestro tiempo: la brevedad y la fragilidad de nuestra existencia.
23/01/06
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