Ante todo deseo de la amabilidad del administrador del blog donde se publican ensayos del Dr. Esteban Morales, así como de los que le dan vida con sus comentarios, que acepten que sea un ‘gallego’ (español, afincado en Barcelona) quien se atreva desde fuera a entrar en polémica.
“Silvio [Rodríguez cantautor] es un hombre político y lo lleva a mucha honra. Critica la reciente expulsión del Partido Comunista de Esteban Morales, prestigioso académico que denunció a los corruptos "en altas esferas de poder" que se "apalancan para cuando la revolución caiga". "Haberlo expulsado es una mierda. Significaría [¿sólo ‘significaría’? más bien debemos decir ‘significa’ o ‘envía el mensaje de’] que los militantes del partido se han de callar. Su carta de protesta la publiqué en mi blog", dice” "Deseo que pasen más cosas en Cuba" El País, 30/07/2010.
Se pregunta el Dr. Esteban Morales en su escrito “[dónde] está la verdadera fuerza contrarrevolucionaria en Cuba, que puede dar al traste con la Revolución”. Y el mismo se responde: “en altísimos cargos y con fuertes conexiones personales, internas y externas, generadas por decenas de años ocupando las mismas posiciones de poder.”
Como ocurre muchas veces, el análisis es diligente y certero. El problema viene en la tesis que deriva de dicho análisis, pues en ella no hay ni asomo de inquirir si no es el caso de que sea la propia concepción de la revolución (talvez de toda revolución, pero en particular de esta revolución –la post año 1959– con su vanguardia con “decenas de años ocupando las mismas posiciones de poder”, ocupación inherente al concepto que tienen tanto de ellos mismos como del pueblo cubano: ellos los más mejores; el pueblo cubano, buen chaval, pero debe ser guiado para que no se equivoque: obviamente, guiado por los más mejores...) la que contiene en su estructura la imposibilidad de evitar no ya la corrupción, pues esta es inherente al ser humano, sino su amparo por la falta de vías para su denuncia, pues como dice Silvio, ante una situación como esta “los militantes del partido se han de callar” o atenerse a las consecuencias.
En Cuba el PC no es una asociación donde si quieres estás y si no te das de baja, como el FC Barcelona, sino que por su alta capacidad de penetración en la vida política, económica y social, atenerse a las consecuencias es quedar desamparado política, económica y socialmente hablando: poca broma (sin ánimo de entrar en una polémica concreta, me cuesta identificarme con una explicación, que me parece que roza lo paranoico, que niega el pan y la sal al Dr. Esteban Morales advirtiendo de que su discurso puede ser de una doblez casi criminal; a pesar de que me cueste, no niego que en base a lo que ahora expondré –la información asimétrica y su implicación en la falta de moralidad pública–, tampoco tengo argumentos en contra de esa advertencia: es el problema, entre otros, de la falta de libertad)
Podemos afirmar que el Dr. Esteban Morales dispone de potentes herramientas investigadores y metodológicas para atisbar la realidad política en la que cualquier intelectual vive sumergido en la Cuba de los últimos 50 años. Suyas son esta palabras, producto de un –permítaseme el guiño: leniniano– riguroso análisis concreto de la realidad concreta “no pocos prefieren soslayar el tema [del racismo en la Cuba de hoy] antes de correr el riesgo que aun significaría abordarlo”, tema dado oficialmente por cancelado, por lo que el intelectual digno se ve “signado por la imposibilidad de poder hablar de un problema que oficialmente había sido considerado como resuelto”, afirmación, ésta, que impone grandes limitaciones al “alcance de lo que se plasmaba como resultado de las investigaciones realizadas”. Prosigue el Dr. Esteban Morales advirtiendo de que la “cuestión era muy seria, [puesto que] el contexto social y político producía un ambiente de verdadera represión moral y política, para los que hablaran del racismo y la discriminación racial, como fenómenos presentes en la sociedad cubana contemporánea.” (“Cuba: Ciencia y Racialidad 50 años después”, Dr. Esteban Morales).
Es difícil dibujar un panorama más negro para que la crítica honesta se desarrolle. Por el contrario, lo que ese “contexto social y político” producirá es el llamado problema del mercado con información asimétrica. Permitan un ejemplo para entender como funciona (mal) un contexto con información asimétrica (de la mano de Felix Ovejero, “¿Idiotas o ciudadanos?”).
Supongamos una sociedad donde la información fluye con garantías suficientes como para que los ciudadanos conozcan el estado real de las cosas del día a día. En esta sociedad nos podrán vender buena leche de vaca a 1,5 € el litro (precios en España) o un sucedáneo aguado a 0,15 €. Si el comprador sabe cuál es la buena leche y cuál la sucedánea, el mercado funcionará, puesto que el comprador valorará correctamente cada producto ofrecido. Ahora bien, si no existe esa capacidad de acceder a información correcta, el comprador dudará de la calidad del –de todo el– producto ofrecido en el mercado, por lo que no querrá pagar más allá de, pongamos, 0,50 €. Al no pagar ni de lejos lo necesario para asegurar la permanencia en el mercado del vendedor que ofrece calidad, resultará de ello que el producto de calidad será expulsado del mercado (por falta de demanda), reduciéndose la oferta al producto sin calidad, eso sí, pagado a mayor precio que el que sería razonable en el caso de existir información veraz y disponible: en una sociedad donde la información no circula con libertad, el vendedor de calidad no tendrá manera de transmitirnos su condición, por lo que el ciudadano no podrá distinguir lo honesto de lo fraudulento.
Como corolario, no sólo el honesto no podrá sobrevivir en una sociedad así, sino que la falta de información será un incentivo para mentir, al no poder distinguir la verdad de la mentira.
Esto es lo que ocurre en un mercado de bienes de consumo cuando falta la libertad de información, pero no es disímil de lo que puede ocurrir en el ámbito político: un “contexto social y político [que produzca] un ambiente de verdadera represión moral y política” en el que “que los militantes del partido [y los ciudadanos] se han de callar”, donde el esfuerzo de argumentar un discurso honesto (un producto de calidad) no puede distinguirse de la falacia de los idiotas (en su acepción griega: los que miran por sus intereses, contra los políticos: los que miran por el interés de la polis) no puede sino anular a los honestos y encumbrar a los fraudulentos.
¿Aún cabe seguir preguntándose por qué hay corrupción en la Administración Castrista?
Entre ciudadanos o idiotas no cabe duda alguna: ciudadanos.
09 agosto 2010
Fernando Savater y los toros
De la mano de Fernando Savater (Rebelión en la granja, El País, 106/03/2010, Vuelve el Santo Oficio, El País, 29/07/2010) tenemos tema para polemizar.
En el primero, Rebelión en la granja, el filósofo Savater no trae a cuento vísceras ni visceralidades. Ni nos ofende con imágenes sangrientas ni se burla de los que así lo hacen. Tampoco argumenta falazmente desde la estética, ni confunde a ésta con la ética (defender al toreo desde el arte es como defender el asesinato para que la palabra asesino no se pierda para la literatura: bien sabe nuestro apreciado Savater que, desde por lo menos Aristóteles, nadie confunde la cualidad del arte con la cualidad de la realidad). Por el contrario, el autor nos muestra la zona gris donde la moral se mueve (en la que debe moverse: como costumbre nacida del compromiso que es) al mostrar la gradación que va desde el casi blanco de nuestra necesidad de alimentarnos al casi negro de matar a otros humanos para alimentarnos.
Pasaremos por alto la fina ironía, que de sutil casi, casi nos la podríamos creer, que destila la parte central de su último párrafo: sería un ‘pero’ poco sustantivo. Miremos, empero, otro momento de su discurso.
Aceptamos enteramente que es risible querer preguntar a un toro si desea ser asaeteado, y no por lo que pueda contestar, sino por que pueda (sin ‘lo’) contestar. Es tan risible como oponer a esa estúpida pregunta la no menos estúpida de ¿y qué dirá una merluza? Traigo esto a colación por aquello de que el lenguaje es lo que nos hace –o mejor, siguiendo la aguda conceptualización de Ronald Dowkins: ‘lo que permite interpretarnos’ como- humanos. Y por ello éticos, sujetos de los fines y no instrumentables. Una merluza es un instrumento para el hombre y para el atún., y a nadie se le ocurrirá pedir cuentas éticas a un atún (¡por dios! ¡no se les puede exigir deberes! ni derechos: son irresponsables). No es de extrañar, en cambio, que si se le exijan cuentas éticas al hombre: mata aquello que necesites para comer: nada menos, sí, pero nada más. Y cuando mates, que sea en las condiciones menos crueles que el estado del arte de la técnica te procure.
A cambio pido al filósofo Fernando Savater que acepte como metáfora que el ámbito de la moral, en tanto que compromiso, y aunque con altibajos, tropiezos y merodeos, es un círculo que no para de crecer. En el centro podemos ver la zona más blanca (aquello de que el hombre es un sujeto de los fines y no un medio) y a medida que nos alejamos asoman turbiedades que antaño fueron grises y hoy son casi blancas: el trato dado a los grandes primates, por ejemplo. O la pelea de gallos. O la de perros.
Mañana, le digo al querido filósofo, el gris claro abarcará a todos los cordados. Que no lo dude. Así que, tal y como dice, en el debate actual ha de quedar claro que el tema es éste: hacer avanzar el círculo de la moral ¿Qué la política no es la herramienta? Es suficiente que ante el común de los mortales la religión se haya apropiado –para mal, según mi opinión– de las palabras moral y ética, pero ello no es óbice para que la interpretación de la moral y la ética sea eludida en el foro público, y ésta, hoy por hoy, también debe ocurrir en sede parlamentaria: foro público por excelencia, sea éste local, autonómico o central.
Entre otras fuentes, me alimento con proteína de procedencia animal, y también de origen vegetal. Estoy por la abolición del toreo ¿Antitaurino? No lo sé. No sé si soy “antitaurino”, en todo caso no tengo por qué aprobar un proceso por el cual obtengo placer del proceso en sí, y no del resultado –y ésta diferencia no es baladí– a no ser que el proceso en sí merezca ser aprobado. No cazo para comer, ni lo apruebo en nuestra sociedad occidental; pero ni me planteo que cacen los que lo necesitan para comer: la ética y la utilidad no deben ir de la mano, o correremos el peligro de caer en el utilitarismo. No cazo porque, no teniendo por qué aprobar un proceso por el cual, etc., etc., etc., el proceso de matar por deporte me parece indigno de una sociedad cuya madurez le permite (sobre)vivir sin cazar. Y el toreo es matar por deporte, y aún peor, por espectáculo. La contradicción salta a la vista: para alimentarme de proteínas de seres cordados, primero debo matarlos... podría no matarlos, pero ¡aún sería más repugnante!, así que ¿cómo defender lo uno sin dar argumentos a lo otro? La contradicción está en la postura maximalista del que, para defender la corrida de toros, niega uno ofreciendo cien: si estáis contra la corrida porque se mata al toro para beneficio de unos pocos ¿por qué no estáis contra toda acción que mate a un ser para beneficio de unos pocos? Si me niegas uno, les contesto, por qué me ofreces cien.
Ahora el segundo artículo, Vuelve el Santo Oficio.
El hecho de que El País albergue a dos plumas de alto nivel, como son la filósofa Adela Cortina y el no menos filósofo Fernando Savater, nos depara la agradable casualidad de poder leer al alimón dos columnas que, de alguna manera, versan sobre la kantiana pregunta ¿qué debo hacer? (con los animales): él afirma “no hay `derechos animales’”, ella sostiene “¿tienen derechos los animales? Sí, claro” (“¿Tienen derechos los animales?”).
Estoy plenamente de acuerdo con el texto de Cortina, pero Savater tiene razón: no hay derechos animales. Lo que sí hay son deberes humanos para con los animales. Cosa ésta, los deberes, que Savater hábilmente escamotea bajo, en este caso, nada más que pura retórica de artificio. Me explicaré afirmando, previamente y como nota al margen, que el nivel de autoexigencia ética de Savater en el campo político, y su valiente posicionamiento ante la locura de ETA y ante ciertas tibiedades de demasiados políticos, no sólo me parece digna de encomio, sino que la suscribo en su práctica totalidad. Pero volvamos al tema que nos ocupa.
Con las comparaciones que pone Savater, y a ellas me remito, ya que si las propone es porque no debe tener mejores, quiere argumentar su posición induciendo una conclusión a través de una analogía: si A es como B, lo que podamos decir de A lo deberemos decir de B. Pero ni existe analogía entre la forma de vestir (ni en su juicio, que será estético) y la muerte de un animal (juicio ético), ni es análogo el determinar qué espectáculo es o no digno de ver (otro juicio estético) con determinar si sobre la muerte de un animal puede o no montarse un espectáculo (puro juicio ético).
Y aunque parezca difusa la frontera entre lo estético y lo ético, por aquello del subjetivismo inherente a los dos juicios, no es de recibo que la manifiesta altura de pensamiento de Savater, una y otra vez declaradamente nada relativista, se nuble hasta confundir pasión (estética) con razón (ética): no se trata de salvar a los ciudadanos del infierno cristiano, metafísico y necesariamente postmortem, se trata de salvar a los toros de un infierno real y agónico.
En el primero, Rebelión en la granja, el filósofo Savater no trae a cuento vísceras ni visceralidades. Ni nos ofende con imágenes sangrientas ni se burla de los que así lo hacen. Tampoco argumenta falazmente desde la estética, ni confunde a ésta con la ética (defender al toreo desde el arte es como defender el asesinato para que la palabra asesino no se pierda para la literatura: bien sabe nuestro apreciado Savater que, desde por lo menos Aristóteles, nadie confunde la cualidad del arte con la cualidad de la realidad). Por el contrario, el autor nos muestra la zona gris donde la moral se mueve (en la que debe moverse: como costumbre nacida del compromiso que es) al mostrar la gradación que va desde el casi blanco de nuestra necesidad de alimentarnos al casi negro de matar a otros humanos para alimentarnos.
Pasaremos por alto la fina ironía, que de sutil casi, casi nos la podríamos creer, que destila la parte central de su último párrafo: sería un ‘pero’ poco sustantivo. Miremos, empero, otro momento de su discurso.
Aceptamos enteramente que es risible querer preguntar a un toro si desea ser asaeteado, y no por lo que pueda contestar, sino por que pueda (sin ‘lo’) contestar. Es tan risible como oponer a esa estúpida pregunta la no menos estúpida de ¿y qué dirá una merluza? Traigo esto a colación por aquello de que el lenguaje es lo que nos hace –o mejor, siguiendo la aguda conceptualización de Ronald Dowkins: ‘lo que permite interpretarnos’ como- humanos. Y por ello éticos, sujetos de los fines y no instrumentables. Una merluza es un instrumento para el hombre y para el atún., y a nadie se le ocurrirá pedir cuentas éticas a un atún (¡por dios! ¡no se les puede exigir deberes! ni derechos: son irresponsables). No es de extrañar, en cambio, que si se le exijan cuentas éticas al hombre: mata aquello que necesites para comer: nada menos, sí, pero nada más. Y cuando mates, que sea en las condiciones menos crueles que el estado del arte de la técnica te procure.
A cambio pido al filósofo Fernando Savater que acepte como metáfora que el ámbito de la moral, en tanto que compromiso, y aunque con altibajos, tropiezos y merodeos, es un círculo que no para de crecer. En el centro podemos ver la zona más blanca (aquello de que el hombre es un sujeto de los fines y no un medio) y a medida que nos alejamos asoman turbiedades que antaño fueron grises y hoy son casi blancas: el trato dado a los grandes primates, por ejemplo. O la pelea de gallos. O la de perros.
Mañana, le digo al querido filósofo, el gris claro abarcará a todos los cordados. Que no lo dude. Así que, tal y como dice, en el debate actual ha de quedar claro que el tema es éste: hacer avanzar el círculo de la moral ¿Qué la política no es la herramienta? Es suficiente que ante el común de los mortales la religión se haya apropiado –para mal, según mi opinión– de las palabras moral y ética, pero ello no es óbice para que la interpretación de la moral y la ética sea eludida en el foro público, y ésta, hoy por hoy, también debe ocurrir en sede parlamentaria: foro público por excelencia, sea éste local, autonómico o central.
Entre otras fuentes, me alimento con proteína de procedencia animal, y también de origen vegetal. Estoy por la abolición del toreo ¿Antitaurino? No lo sé. No sé si soy “antitaurino”, en todo caso no tengo por qué aprobar un proceso por el cual obtengo placer del proceso en sí, y no del resultado –y ésta diferencia no es baladí– a no ser que el proceso en sí merezca ser aprobado. No cazo para comer, ni lo apruebo en nuestra sociedad occidental; pero ni me planteo que cacen los que lo necesitan para comer: la ética y la utilidad no deben ir de la mano, o correremos el peligro de caer en el utilitarismo. No cazo porque, no teniendo por qué aprobar un proceso por el cual, etc., etc., etc., el proceso de matar por deporte me parece indigno de una sociedad cuya madurez le permite (sobre)vivir sin cazar. Y el toreo es matar por deporte, y aún peor, por espectáculo. La contradicción salta a la vista: para alimentarme de proteínas de seres cordados, primero debo matarlos... podría no matarlos, pero ¡aún sería más repugnante!, así que ¿cómo defender lo uno sin dar argumentos a lo otro? La contradicción está en la postura maximalista del que, para defender la corrida de toros, niega uno ofreciendo cien: si estáis contra la corrida porque se mata al toro para beneficio de unos pocos ¿por qué no estáis contra toda acción que mate a un ser para beneficio de unos pocos? Si me niegas uno, les contesto, por qué me ofreces cien.
Ahora el segundo artículo, Vuelve el Santo Oficio.
El hecho de que El País albergue a dos plumas de alto nivel, como son la filósofa Adela Cortina y el no menos filósofo Fernando Savater, nos depara la agradable casualidad de poder leer al alimón dos columnas que, de alguna manera, versan sobre la kantiana pregunta ¿qué debo hacer? (con los animales): él afirma “no hay `derechos animales’”, ella sostiene “¿tienen derechos los animales? Sí, claro” (“¿Tienen derechos los animales?”).
Estoy plenamente de acuerdo con el texto de Cortina, pero Savater tiene razón: no hay derechos animales. Lo que sí hay son deberes humanos para con los animales. Cosa ésta, los deberes, que Savater hábilmente escamotea bajo, en este caso, nada más que pura retórica de artificio. Me explicaré afirmando, previamente y como nota al margen, que el nivel de autoexigencia ética de Savater en el campo político, y su valiente posicionamiento ante la locura de ETA y ante ciertas tibiedades de demasiados políticos, no sólo me parece digna de encomio, sino que la suscribo en su práctica totalidad. Pero volvamos al tema que nos ocupa.
Con las comparaciones que pone Savater, y a ellas me remito, ya que si las propone es porque no debe tener mejores, quiere argumentar su posición induciendo una conclusión a través de una analogía: si A es como B, lo que podamos decir de A lo deberemos decir de B. Pero ni existe analogía entre la forma de vestir (ni en su juicio, que será estético) y la muerte de un animal (juicio ético), ni es análogo el determinar qué espectáculo es o no digno de ver (otro juicio estético) con determinar si sobre la muerte de un animal puede o no montarse un espectáculo (puro juicio ético).
Y aunque parezca difusa la frontera entre lo estético y lo ético, por aquello del subjetivismo inherente a los dos juicios, no es de recibo que la manifiesta altura de pensamiento de Savater, una y otra vez declaradamente nada relativista, se nuble hasta confundir pasión (estética) con razón (ética): no se trata de salvar a los ciudadanos del infierno cristiano, metafísico y necesariamente postmortem, se trata de salvar a los toros de un infierno real y agónico.
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