06 julio 2006

Crimen y castigo, castigo y supervivencia.

En un documental de la televisión pude ver una jugosa escena: una madre africana, más bien menuda, golpeaba a su hijo de forma histérica, con una vara y con acompañamiento de agudos gritos, y a pesar de que aquél le superaba en envergadura y lozanía, en la cara del vástago, así como en sus gestos, sólo se atisbaba compungimiento. Incluso en la forma encogida de su cuerpo, el zangolotino denotaba vergüenza y temor.

La voz en off de un supuesto cronista occidental se admiraba de que la menuda madre pudiera zaherirlo a voluntad y que no diera muestras ni de prevención ni de miedo alguno a una posible y tal vez violenta contestación, a lo que el interlocutor, africano a su vez, le replicó, más que le explicó, como dirigiéndose a un niño, que dada la falta cometida por el hijo, perder parte del sustento de la casa, éste era consciente de haber puesto en peligro la supervivencia de la familia y que qué menos que sufrir sin rechistar una mínima parte de lo que podía haber hecho padecer a todos.

Puesto que nos es dado vivir en una sociedad, la española del s XXI, donde tenemos asegurada la supervivencia en un altísimo grado, podemos aceptar que esa seguridad pone sordina a los efectos de cualquier falta, trasgresión o crimen, y como lógica consecuencia, ya nadie acepta que ‘la letra -la norma, la ley, la educación, el respeto, la forma, la responsabilidad, la moral, la ética...-, con sangre entra’. Demos, pues, por bien perdida la violencia física y psicológica como instrumento de castigo. Claro que, a su vez, demos por (¿bien?) venida la incertidumbre y los costes de esa renuncia.

Desde que se escribió el Código de Hammurabi (s. XVIII a.C.) y la ley del Talión sustituyó a la venganza sin cuenta ni límites, no se había producido una cambio tan drástico en las condiciones de supervivencia de la especie humana. Está por crear un cuerpo de conocimiento público, popular y aprehensible que soporte, al igual que la del Talión lo hizo en su día, nuestra nueva relación con el entorno.

La ley del Talión (‘ojo por ojo, diente por diente’: el castigo no puede ser mayor que el perjuicio) estableciendo la punición desde los límites y no permitiendo correctivos realizables hasta los límites, no sólo colocó fuera de la ley las venganzas encadenadas y sin fin, tanto en el tiempo como en la sustancia, sino que significó la aparición de una nueva área del conocimiento, podemos decir que produjo un corte epistemológico: la justicia penal, con su conjunto de abogados, fiscales y jueces. Y fue un conocimiento –logos– que fue impregnando a la sociedad.

Creó, asimismo, una nueva estructura de poder que, como el freno al coche por lo que respecta a la velocidad posible, permitió un desarrollo social hasta entonces desconocido. Y esta nueva concepción del castigo, con evidentes matices pero sin significativos cambios de fondo, ha perdurado hasta nuestros días: por un ojo exigimos su equivalente en compensación: privación, dinero, servicios, etc a ser librados por la persona responsable del hecho criminal o, de forma subsidiaria, por la sociedad.

Hoy nadie aceptaría volver a la venganza desmedida. Y cuando ocurre, tachamos de salvaje y bárbara a la sociedad que lo tolera y lo pacta... sin acordarnos que hace poco menos de cuatro milenios todo, todo el mundo actuaba así, y que costó más de mil años que las grandes culturas aceptaran la nueva ley proporcional de Talión, y que no fue hasta la llegada del islam que los pueblos de África la hicieron suya al fin. Hoy aún no sabemos que hacer con la nueva realidad: la garantía de la supervivencia ha alcanzado tal grado, y tan inédito, que ya no sobrevivimos porque seamos útiles, sino porque somos en sí.

Y así, los viejos instrumentos basados en la Ley de Talión han devenido inservibles. Si los utilizamos basándonos en el hecho punible en sí, actuaremos y castigaremos según unos parámetros de supervivencia aún interiorizados, pero ya anacrónicos, sin ser conscientes de que los efectos de la falta quedan lejos de la carga del castigo. Si los utilizamos basándonos en los actuales parámetros de supervivencia, nos veremos tan obligados a relativizar el correctivo que difícilmente encontraremos razones para castigar en la educación (que no en los hechos criminales, cuyo estudio excluyo del presente pensamiento).

La madre africana aplicó correctamente la ley del Talión. A nosotros ya no nos es dado su uso: pero aún está por crear una nueva ley de crimen y castigo.

29/05/06

España (o Catalunya) como metáfora.

El ser humano avanza por -y gracias a- las metáforas.

Aviso a los navegantes: las metáforas, una vez aceptadas por la generalidad, deberían ser destituidas de su pedestal, y sólo ser utilizadas en los más básicos grados de enseñanza o para aligerar las frases de largas perífrasis: hoy y aquí (Europa, España, Catalunya -como metáfora-, 2006), en primaria. Lo demás, son hipostasias.

27/06/06

Sin título

Ke farayo o ke xerad de mibi,
Habibi,
Note tolgax de mibi.

(Què faré o que serà de mi?
Amic,
No t'apartes de mi.)

Ibn Ruhaym (poeta mossàrab valencià del s XI)

Moros o cristianos, del siglo XI o del siglo XXI ¡no hemos cambiado tanto ni somos tan diferentes!

03/07/06

Educar e instruir

La cultura, podemos decir, tiene, ante posibles procesos estructurantes o desestructurantes de ella derivados, dos componentes de contradictorio, cuando no antitético, comportamiento: educa e instruye. La cultura, como vehículo de educación, y no olvidemos lo emparentada que está la palabra educar con la palabra conducir: las dos provienen, etimológicamente hablando, de la latina dux -raíz que produce dentera a la izquierda-, es vertebradora de sociedad: diríamos que coadyuva a la integración social del ciudadano, tanto a través del conocimiento como gracias a la 'buena educación'. La cultura que educa prepara para el necesario, imprescindible, incluso, proceso de asimilación: nacemos y morimos en una sociedad, y pertenece a la justicia básica de la misma que nos enseñen y nos eduquen para sentirnos 'ciudadanos libres e iguales en un sistema equitativo de cooperación' (John Rawls, 2002): de alguna manera ésta es una visión y una función cosmogénica y alejadora del caos, seguidista del proyecto ilustrado del progreso por la razón, heredera del logos griego.

Claro está que la cultura que educa constriñe y reprime: la naturaleza no es un sistema equitativo de cooperación, ni la del buen salvaje lo fue, a pesar de Rousseau. La cultura, por otra parte y como sistema que instruye, y aquí conviene tener en cuenta la fuente común de los lexemas de las palabras instruir y construir, permite crear herramientas generadoras de estructura -mismo lexema-, generadoras de futuro.

Aquí conviene hacer un paréntesis para mostrar nuestros respetos a la defensa que de la relación maestro - discípulo hace Rafael Argullol, y como aquél instruye a ése con el único y último fin de que aprenda a volar por sus medios.

Si aceptamos, pues, que la cultura como instrucción permite que nos dotemos de herramientas para la construcción de las estructuras del futuro, no nos costará mucho deducir de ello, sobre todo si emulamos al Ángel de la Historia de W. Benjamín y miramos a nuestro alrededor, que la cultura como instrucción es generadora de caos: y no puede ser de otra manera. Cualquier vitalismo sólo enraíza en el caos: así nació el primer ser biológico vivo, y aunque sea metafóricamente hablando, así nació el primer ser cultural vivo.

La cultura que instruye da alas a la trasgresión, es disolvente y destructora, su función y producto nos aleja de la ilusión de una ilustración racionalizadora y nos pone en el camino del caos: también es heredera de los griegos: los cínicos son su fuente.

De la tensión entre los dos componentes, el cosmogénico y el caosgénico, el que en un extremo nos llevaría a la moral victoriana (o al nacionalcatolicismo) y el otro al capitalismo neocon (o al absceso marbellí), del necesario pensamiento complejo que sea capaz de integrar el antagonismo inherente a educar e instruir (nuestros respetos para E. Morín), nace la sutil esperanza que, aún siendo trágicos, nos impide ser apocalípticos -en el sentido bíblico del término. Sabemos que moriremos: somos trágicos. No sabemos de qué: no desvelamos -apocalipsis, en el sentido griego del término- ni el cómo, ni el cuándo ni el por qué: porque no lo sabemos. Sencillamente, porque no lo podemos saber.

12/05/06

Perogrullo:1, ETA: 0

Tras tres décadas intentando hacerles ver que 'el fin no justifica los medios', idea ésta que parece les va entrando, ni que sea de manos de un utilitarismo miope -pero esa sería otra discusión: la de lo útil-, deberíamos hacernos a la idea que imbuirles la segunda perogrullada, a saber: 'los medios no justifican el fin', también tomará su tiempito. Les costará, sí, pero acabarán entendiendo que tanto los medios como los fines deben buscar su justificación y su legitimación en sí mismos, y no unos en otros. Y no digamos lo que costará inculcarles el tercer perogrullo, –pero hay que decirlo: la verdad, aunque perogrulla, hay que repetirla, y no para que sea más verdad, como Goebbels y sus sicarios dirían, sino para no olvidarla-, que es aquél que compendia y concreta los dos anteriores: la Constitución Española alberga los procedimientos que permiten su propia modificación y la determinación de un nuevo esquema coherente de libertades básicas, y ello es posible gracias a -y tras un- proceso público que permite enjuiciar, inferir y evidenciar las posibles propuestas de cambio.

23/05/06

África, África.

Sugiero una lectura de los procesos de acumulación pre-capitalista (s XIV a XVI) para así extraer alguna enseñanza. Y me refiero concretamente a cómo éstos siempre fueron de la mano de políticas proteccionistas. Políticas que, al cuidar entre algodones los incipientes pasos del capitalismo comercial, permitieron la creación de la suficiente masa crítica de tejido social burgués para despegar económica y socialmente. Aceptaré, efectivamente y sin dudarlo, que ese proteccionismo fue a cargo de alguien, posiblemente tanto ajeno como propio, y que ese 'a cargo' debe ser tenido en cuenta, sobre todo en el impacto interno de las sociedades atrasadas.

Las opulentas sociedades del llamado Occidente tienen un amplio margen para soportar un cierto impacto de las necesarias políticas proteccionistas que sobre los productos primeros, básicamente agrícolas, impongan las sociedades atrasadas y, no lo obviemos, mayoritariamente agrícolas. En cambio, estas sociedades atrasadas no disponen de ningún margen para hacer frente a un librecambismo desregulado: la ley de la selva económico-financiera no impone libertad, impone cruel evolución. Es necesaria, pues, una cierta regulación del proteccionismo a favor de los países no desarrollados, controlado desde la experiencia histórica que tenemos, control que debiera impedir la parte negativa (cohechos, prevaricaciones, en general: mordidas), ayudado por microcréditos a las mujeres (huyendo de los FAD, pues -y disculpen la falta de espacio y tiempo para argumentar- a quien a la postre financian es a las propias empresas de los países desarrollados) junto a una paciencia blindada y un 'hacer camino al andar'; y en paralelo: una rebaja muy sustancial de nuestras ayudas a -por lo menos- la exportación de nuestros productos agrícolas, junto con una autocontención en la imposición de cultura y política. Todo ello, dicho con la prudencia necesaria, es imprescindible para que África tenga alguna oportunidad: y se merece que nos responsabilicemos, pues algo -más bien, mucho- tenemos que ver con lo que allí ocurre.

Vean, como ejemplo, en cómo China y la India están avanzando: políticas proteccionistas (bien), aplicadas sin freno ni control (mal, pero útil para la acumulación: sus dirigentes deberían controlarlo), y su cultura es tratada con guante de seda (bien) pero sin crítica, no sea que se enfaden (mal, pero útil: nuestros dirigentes deberían controlarlo).

12/06/06