04 enero 2008

La espiritualidad y la filosofía

XXX, amigo y compañero de trabajo desde hace más de quince años, me ha pedido que escriba algo sobre la espiritualidad. Él, obviamente, no dijo algo, soy yo quien pone expresamente la palabra algo.

Si nos quedamos con los clásicos (de Platón a Kant), y sin ánimo de establecer verdades ad verecundiam, encontrare­mos más quebraderos de cabeza que ecuaciones resolutorias finales. Si hablamos con los contemporáneos (desde Hegel a Habermas), veremos que a medida que el pensamiento se hace coetáneo, aquello que es la espiritualidad todavía se hace más irreducible a su especificación. Ni los fenomenológi­cos (Merleau-Ponty), ni los existencialistas (Sartre), ni los estructuralistas (Levy-Strauss), como tampoco los post­moder­nos (Derrida), han podido con la temible cuarta pregunta de Kant: ¿qué es el hombre?

Temible y terrible. Kant supo contestar a qué puedo saber (la razón pura o científica), qué puedo hacer (la razón práctica o moral) y qué puedo esperar (la razón metafísica o teodicea); y dijo, a pesar de ello, que todo este saber se resumía (se debería resumir) en la cuarta pregunta -a la que él, o la filosofía, nunca podrían acabar de responder-, que no es sino qué es aquello que hace que el hombre sea (pueda llegar a ser) ser humano: su aquello es nuestro algo.

Si no somos máquinas ni tampoco somos seres con alma de alambre -cual títeres sometidos a la heteronomía dictada por los dioses o de la ciencia- ¿qué es aquello que nos diferencia de la más poderosa de las máquinas, del más sutil de los títeres? Aquello es algo.

Platón alcanzó a ver algo en el mundo de las ideas: el ser humano era el único que podía atrapar la esencia de las cosas, su ειδος, y verbalizar esta esencia dándole nombre. No es suficiente. Somos algo más.

Leibnitz alcanzó a ver algo en el mundo de las posibilidades: el ser humano era el único que podía hacer composible uno de los mundos posibles: Bruto podía asesinar a César... o no, era su decisión. No es suficiente. Somos algo más.

Sartre alcanzó a ver algo en el mundo de las contingencias: el ser humano era el único que estaba condenado a ser libre. No es suficiente. Somos algo más.

Cioran alcanzó a ver algo en el mundo de la conciencia: “No me perdono el haber nacido. Es como si, al insinuarme en este mundo, hubiese profanado un misterio [...] Pero a veces soy menos tajante: nacer me parece una calamidad que, de no haberla conocido, haría de mi alguien inconsolable”. No es suficiente. Somos algo más...

La letanía “Somos algo más” podría ser eterna. Pero es este algo más que cualquier cosa que deberíamos seguir diciendo la única y verosímil base de la espiritualidad.

Cuando Wittgenstein se enfrentó a la raíz de su filosofía -los límites del lenguaje-, enmudeció: “De lo que no podemos hablar, mejor es callarse”. Lo mismo nos pasa con la espiritualidad. La podemos aprehender de forma orgánica (sobre todo a través del arte -y dentro de éste, el pictórico-, como si de un adorniano ensayo -un tembloroso intento de mimarla- sin fin se tratara), pero nunca de forma analítica, clara y distinta: ni la podemos verbalizar, ni es posible su acontecimiento hasta que ya es, ni la libertad la enmarca, ni la razón le da conciencia de sí...

Para hablar de la espiritualidad deberemos abandonar el Novum Organum de Francis Bacon, aquel que basa el conocimiento en analizar i discernir (la cartesiana clara et distinctia perceptio), para volver al Organon de Aristóteles, aquél que basa el conocimiento en la búsqueda de la analogía i la similitud.

La espiritualidad es algo que sé que tengo (sobre lo que sé a qué atenerme, tomando prestadas las palabras de Rafael Sánchez Ferlosio), pero que no sé -y ni puedo y ni quiero saber- qué es.

(03/01/08)