28 agosto 2007

De la educación y de la instrucción...

Fernando Savater dice "La instrucción no se discute, mientras que la educación enseña a discutir: por eso hay instrucción militar y no educación militar". Que educar viene del latín educare y que comparte significado con conducir e inducir, cuya común raíz, dux, produce dentera en la izquierda, no le debe ser ajeno a Savater. Que instruir porta el mismo lexema que construir y que estructura, tampoco le extrañará. Que a fuer de anulador contra ejemplo le mente la educación física, donde nada se discute, sé que me lo aceptará.

Ahora, por favor, dejemos de ser nominalistas ingenuos.

La instrucción se discute, pues en caso contrario aún estaríamos limitados por la visión de la Tierra como el centro del Universo. La educación, por el contrario, enseña los límites de la discusión, y por eso es de bien educados ceder la palabra. La instrucción rompe, demuele los límites, y en el límite, genera caos con los nuevos conocimientos. La educación constriñe y reprime, o sea: manipula, y en el límite cuestiona los cambios. Y siendo la educación y la instrucción hoy y aquí herederas del proyecto ilustrado del progreso por la razón, su función, de alguna manera, nos acerca y nos aleja del caos de la modernidad.

La educación nos debe preparar para el necesario, imprescindible incluso, proceso de asimilación: nacemos y morimos en una sociedad, y pertenece a la justicia básica de la misma que nos enseñen y nos eduquen para sentirnos 'ciudadanos libres e iguales en un sistema equitativo de cooperación' (John Rawls).

La instrucción da alas a la trasgresión, es disolvente y destructora: esta en su razón de ser el cuestionar todo, incluso a la propia educación.

Rafael Sánchez Ferlosio dejó una cabo kantiano, imprescindible para entender de qué hablamos, al cual, y no se por qué razón, Fernando Savater no se quiso coger: la instrucción es deudora de la razón pura, mientras que la educación lo es de la razón práctica: “Los conocimientos que proporciona la instrucción [están] exentos de toda clase de orientaciones prácticas y juicios de valor”, y eso a pesar de que aquél piropeó a éste -eso sí: ladinamente- por su conocimiento y devoción por los autores de la Ilustración.

Un último apunte, éste crítico y desde la rojez, a la asignatura Educación para la Ciudadanía. La educación no se puede enseñar basada principalmente –y mucho menos, exclusivamente– en la instrucción. Si existe alguna opción, será nuestro quehacer diario, tomado como ejemplo, el vehículo que educara y evitará la nihilista doble moral del “haz lo que digo, pero no lo que hago”. La moral ciudadana, si se convierte en mera lista de temas a ser aprendidos como una tabla periódica, no será sino moralina de la peor especie.

28/08/2007

24 agosto 2007

Educar e instruir.

(reelaboración de un post anterior a partir de los artículos de Rafael Sánchez Ferlosio, 29-07-2007 y Fernando Savater, 23-08-2007)

La cultura, podemos decir, tiene dos funciones de contradictorio, cuando no antitético, comportamiento: educa e instruye. La cultura, como vehículo de educación, y no olvidemos lo emparentada que está la palabra educar con la palabra conducir: las dos provienen, etimológicamente hablando, de la latina dux -raíz que produce dentera a la izquierda-, es vertebradora de sociedad, consolida su estructura. La cultura que educa prepara para el necesario, imprescindible incluso, proceso de asimilación: nacemos y morimos en una sociedad, y pertenece a la justicia básica de la misma que nos enseñen y nos eduquen para sentirnos 'ciudadanos libres e iguales en un sistema equitativo de cooperación' (John Rawls): la educación, heredera del proyecto ilustrado del progreso por la razón, es una función que, de alguna manera, nos aleja del caos.

Claro está que la cultura que educa constriñe y reprime, o sea: manipula. La naturaleza no es un sistema equitativo de cooperación, ni la del buen salvaje lo fue, a pesar de Rousseau.

La cultura, por otra parte y como sistema que instruye, y aquí conviene tener en cuenta la fuente común de los lexemas de las palabras instruir y construir, permite crear herramientas generadoras de nuevas estructuras -mismo lexema-, generadoras de futuro.

Si aceptamos, pues, que la cultura como instrucción permite que nos dotemos de herramientas para la construcción de las estructuras del futuro, no nos costará mucho deducir de ello, sobre todo si recordamos al Ángel de la Historia de W. Benjamín y miramos a nuestro alrededor, que la cultura como instrucción es generadora de caos: y no puede ser de otra manera. Cualquier vitalismo sólo enraíza en el caos: así nació el primer ser biológico vivo, y aunque sea metafóricamente hablando, así nació el primer ser cultural vivo.

La cultura que instruye da alas a la trasgresión, es disolvente y destructora, su función y producto nos aleja de la ilusión de una ilustración racionalizadora y nos pone ante la realidad de una ilustración caótica, aunque igualmente heredera del proyecto ilustrado del progreso por la razón.

De la tensión entre los dos componentes de la razón, el que crea orden a través de la educación y el que genera caos a través de la instrucción, y que en sus extremos nos llevarían a la moral victoriana (y también al nacionalcatolicismo) o al capitalismo neocon (y también al absceso marbellí), del necesario pensamiento complejo que sea capaz de integrar el antagonismo inherente a educar e instruir, nace la esperanza de que la sociedad evolucione no para mal.

Un último apunte crítico desde la izquierda a la asignatura Educación para la Ciudadanía. La educación no se puede enseñar basada principalmente –y mucho menos, exclusivamente– en la instrucción. Si existe alguna opción, será nuestro quehacer diario, tomado como ejemplo, el vehículo que evitará la doble moral, que matará el “haz lo que digo, pero no lo que hago”. La moral ciudadana, si se convierte en mera lista de temas a ser aprendidos como una tabla periódica, no será sino moralina de la peor especie.

23/08/2007

21 agosto 2007

Ponerse en el lugar del otro. Abrirse al otro.

Al amparo de “salirse de sí mismo”, se suelen confundir esas frases con “verse a sí como otro”. Y no significan lo mismo.

Si nos ponemos en el lugar del otro ¿Qué lugar le queda al otro? Una universalización cosmopolita de nuestra postura ¿Qué espacio deja al otro, a su alteridad?

Al ponernos en el lugar del otro, al intentar ser cosmopolitas, impulsamos –aún sin querer: como efecto colateral indeseado, pero ineludible– la deshumanización de lo diferente, pues no dejamos margen para lo extraño: en el límite de esa razón práctica, de ese qué hacer –que es donde la moral y la ética se demuestran–, si no se es cosmopolita, no se es... humano.

“Abrirse al otro” es la otra cara de la misma moneda: negamos su alteridad al exigirle comunidad. El ahogo de lo extraño contenido en ese abrirse-al-otro tampoco tiene nada que ver con verse-a-sí-como-otro. O eso, o caemos en una actitud auto-inmune, de raíz relativista, que nada bueno puede depararnos como individuos concretos y pacientes.

“Salirse de sí mismo”, en tanto que actuación no invasiva ni impositiva (por lo tanto, y en tanto haya relación, ésta deberá ser transaccional) sólo puede ser traducido en verse-a-sí-como-otro. No verse-a-sí-desde-el-otro. El “desde” es propio de quien, desde su superioridad etnocéntrica de antropólogo, cree conocer el juego del “otro”.

El proceso de extrañamiento que contiene salirse-de-sí-mismo, del todo imposible física y biológicamente, sólo puede entenderse como metáfora de renunciar a una –nuestra– verdad fija e inamovible para poder enfrentarnos, mirándonos introspectivamente con la capacidad crítica con que miraríamos a otro: verse-a-sí-como-otro, con nuestras más enraizadas afirmaciones, para conseguir reconocer, sin renunciar a ellas (en modo alguno se debe confundir la crítica, la duda metódica con la relativización: la ablación del clítoris es un crimen aquí y ahora y en todo el mundo y en toda la historia, sin remisión posible de su maldad, premeditación y alevosía), que la historia de las ideas no ha llegado a su fin con nosotros, que la historia no se ha acabado... y que con la necesaria humildad debemos saber que otros vendrán y tontos nos harán.

21/08/2007

20 agosto 2007

Aforismo

En su método, en su obra, en su producir, el artista ha de ser -pero no ha de buscar ser- incomprensible.

16 agosto 2007

Donde no hay harina...

Señoras y señores ciudadanos todos: seguramente ya saben como acaba el refrán: " ...todo es mohína" (adjetivo sustantivizado, que en este dicho, en castellano clásico, significa tanto tristeza como disgusto).

Llámesele a los impuestos directos y progresivos harina y poco más habrá que añadir para entender los mohines de esta entera España. Pero aunque de aquí se pueda inferir que igualo a Solbes con Rato (bien cierto es que los dos quieren recortarle la harina al pan de la ciudadanía), nada más lejos de mí que igualar los patéticos intentos del PSOE (con su –nuestro– Presidente a la cabeza) de mal repartir la poca hacienda de que dispone la ciudadanía con la demagogia del PP (con un Rajoy bien secundado por propios y similares: Juan Cotino y Antonio Clemente –Valencia–, Paulino Rivero –Canarias–, Arenas –Andalucía–) ni con la 'frivolidad' de ERC o el victimismo de nadar entre dos aguas de CIU.

¿Dará IU-IC un paso más y asumirá un mayor nivel de crítica, desplazando ésta de la censura del superávit –censura necesaria, pero insuficiente– a la censura base de la falta de una política real de redistribución basada en impuestos progresistas?

Remedando a Clinton, podemos decir: ¡son los excedentes, estúpido! lo que debemos controlar.

16/08/2007

10 agosto 2007

Gasolina de alto octanaje

Tengo hambre, cazo y satisfago mi hambre.

Tener hambre es la causa de la acción de cazar, satisfacer el hambre es el efecto de la acción de cazar. La causa y el efecto no se confunden.

No pasa así en la automotivación, donde la confusión entre causa y efecto (convertir el efecto en la causa de la acción) perturba de tal manera la realidad que permite que sea convocada una suerte de aceleración y movimiento continuo. Este hecho requiere, no obstante, de un proceso especial, aquél que permite la invocación de un método para mejorar el método por el cual se rige la acción: ese proceso especial ya existe.

En este sentido, el nacionalismo es claramente automotivante, cuando el efecto (la nación creada) se convierte en causa (crear una nación), y de esta manera los efectos perniciosos (mi gente muerta por la causa) devienen, también, causas motivantes, que, en aceptarlas, se convierten en auto-motivantes: gasolina de alto octanaje, la espesa sangre, que impulsa -en tanto que efecto hecho causa- la aceleración de un motor. Josu Jon Imaz es, efectivamente, un freno que limita la velocidad del engendro -como pudo serlo Miquel Roca... Pero ¿qué pasará -porque pasará- cuando el freno desfallezca?

03 agosto 2007

Juvenal

Se crea y aparece el auto-encendido cuando el efecto se convierte en causa.

Y la auto-motivación convierte al auto-encendido en auto-aceleración (ahora, a la vaselina le llaman auto-motivación, que permite pasar del es al ha-de-ser).

Y como ya estamos en una sociedad auto-acelerada, viene a cuento, más que nunca, Juvenal:

Sed quis custodiet ipsos custodes?