24 agosto 2007

Educar e instruir.

(reelaboración de un post anterior a partir de los artículos de Rafael Sánchez Ferlosio, 29-07-2007 y Fernando Savater, 23-08-2007)

La cultura, podemos decir, tiene dos funciones de contradictorio, cuando no antitético, comportamiento: educa e instruye. La cultura, como vehículo de educación, y no olvidemos lo emparentada que está la palabra educar con la palabra conducir: las dos provienen, etimológicamente hablando, de la latina dux -raíz que produce dentera a la izquierda-, es vertebradora de sociedad, consolida su estructura. La cultura que educa prepara para el necesario, imprescindible incluso, proceso de asimilación: nacemos y morimos en una sociedad, y pertenece a la justicia básica de la misma que nos enseñen y nos eduquen para sentirnos 'ciudadanos libres e iguales en un sistema equitativo de cooperación' (John Rawls): la educación, heredera del proyecto ilustrado del progreso por la razón, es una función que, de alguna manera, nos aleja del caos.

Claro está que la cultura que educa constriñe y reprime, o sea: manipula. La naturaleza no es un sistema equitativo de cooperación, ni la del buen salvaje lo fue, a pesar de Rousseau.

La cultura, por otra parte y como sistema que instruye, y aquí conviene tener en cuenta la fuente común de los lexemas de las palabras instruir y construir, permite crear herramientas generadoras de nuevas estructuras -mismo lexema-, generadoras de futuro.

Si aceptamos, pues, que la cultura como instrucción permite que nos dotemos de herramientas para la construcción de las estructuras del futuro, no nos costará mucho deducir de ello, sobre todo si recordamos al Ángel de la Historia de W. Benjamín y miramos a nuestro alrededor, que la cultura como instrucción es generadora de caos: y no puede ser de otra manera. Cualquier vitalismo sólo enraíza en el caos: así nació el primer ser biológico vivo, y aunque sea metafóricamente hablando, así nació el primer ser cultural vivo.

La cultura que instruye da alas a la trasgresión, es disolvente y destructora, su función y producto nos aleja de la ilusión de una ilustración racionalizadora y nos pone ante la realidad de una ilustración caótica, aunque igualmente heredera del proyecto ilustrado del progreso por la razón.

De la tensión entre los dos componentes de la razón, el que crea orden a través de la educación y el que genera caos a través de la instrucción, y que en sus extremos nos llevarían a la moral victoriana (y también al nacionalcatolicismo) o al capitalismo neocon (y también al absceso marbellí), del necesario pensamiento complejo que sea capaz de integrar el antagonismo inherente a educar e instruir, nace la esperanza de que la sociedad evolucione no para mal.

Un último apunte crítico desde la izquierda a la asignatura Educación para la Ciudadanía. La educación no se puede enseñar basada principalmente –y mucho menos, exclusivamente– en la instrucción. Si existe alguna opción, será nuestro quehacer diario, tomado como ejemplo, el vehículo que evitará la doble moral, que matará el “haz lo que digo, pero no lo que hago”. La moral ciudadana, si se convierte en mera lista de temas a ser aprendidos como una tabla periódica, no será sino moralina de la peor especie.

23/08/2007