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13 marzo 2018

Vehículos autónomos





¿‘Fake humans’?


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http://www.lavanguardia.com/opinion/20180303/441199290438/fake-humans.html?utm_campaign=botones_sociales_app&utm_source=social-otros&utm_medium=social

"La hiperconectividad sin latencia que traerá el 5G hará de nuestras vidas un laboratorio de experiencias que probará las aplicaciones digitales que se nos ofrezcan dentro de un modelo de sostenibilidad monetizable donde la eficiencia y la utilidad serán los patrones de una economía de datos gobernada por la inteligencia artificial."

Malo si es falso, peor si es cierto. 

El artículo es crítico y plantea interrogantes acertados, especialmente en el ámbito de la ética. Y ahora, al hilo de este artículo, hablemos de otro dilema, ya más cercano que lejano.


Philippa Foot, una filósofa para mí hasta hace poco prácticamente desconocida, es la creadora del famoso dilema del tranvía, del que, como digresión marginal, conviene decir que Foot lo hizo servir para inquirir sobre la eticidad de las respuestas (posiciones) ante el aborto no terapéutico. (https://ca.wikipedia.org/wiki/Dilema_de_la_vagoneta).

Lo dicho, he leído a Philippa Foot, a la que la he conocido en un ciclo de diez conferencias sobre libros significativos en el pensamiento crítico filosófico (Casa Elizalde, enero a abril de este año), y su lectura me ha hecho pensar en el siguiente dilema, en referencia a la inteligencia artificial aplicada a la conducción automática de vehículos.

Supongamos el caso en que un coche con conducción automática pierde la dirección y tiene, en función de las características de los coches implicados y del entorno, dos opciones:

 i) estrellarse contra el coche que tiene al frente, con la muy previsible muerte de sus ocupantes, pero salvando la de los ocupantes propios.

 ii) caer por un acantilado, donde morirán previsiblemente todos -pero sólo- los ocupantes propios, evitando la muerte de terceros.

La pregunta no es la que esperan: sería demasiado fácil (¿qué alternativa codificarían ustedes en el software?).

La pregunta es:

Si sólo hay vehículos de conducción automática, si todas las marcas de vehículos han codificado una de las dos alternativas, si el grupo A de vehículos tiene codificado la alternativa i) y el grupo B de vehículos tiene codificado la alternativa ii), si tienen la obligación de adquirir un vehículo para el servicio público de su ayuntamiento ¿qué grupo elegirían ustedes como próximo vehículo autónomo de servicio público?

Hice esta pregunta en un foro donde transitamos unos pocos medioambientalistas, ecólogos, economistas, ingenieros, todos con cierta conciencia de la dramática situación a la que la sociedad se puede ver empujada tanto social y económicamente como biológicamente (por el envenenamiento del medio ambiente, del que los gases invernadero es el principal, pero no único, exponente). La respuesta, entre inmediata y casi inmediata, abonando la idea de que qué más da que el gato sea blanco o negro, si caza ratones, me dejo algo anonadado: los vehículos automáticos provocarán menos accidentes, luego qué más da las decisiones que tomen (o por qué las toman), lo importante es que maten menos.

Esperaba, para qué negarlo, una cierta discusión, alguna duda al respecto, una reserva sobre la ciega tecnología (por lo menos, ciega para nosotros, que no para los que deciden qué implantar como “ética” en los vehículos autónomos). En fin, esperaba poder abrir algún tipo de reflexión. Así que, ante las respuestas categóricas que recibí, y tras rumiar por más de una semana, aquí queda reflejado lo que contesté:

En un sentido irónico, mi respuesta bien podría ser: me alegro que el tema sea, para vosotros, de tal importancia que ya os había llevado a una maduración del mismo, producto, sin duda, de una larga reflexión en tiempo pasado, pues sólo así entiendo unas respuestas tan prontas, categóricas y asertivas que no dejan margen a la duda.

En un sentido sarcástico, mi respuesta sería: vamos bien si los que deberían ser, en el mejor de los sentidos, la vanguardia de la conciencia social minusvaloran el precio del progreso. Y así avanzamos, de éxito en éxito hasta la derrota final.

En un sentido serio, mi respuesta es: es contradictorio tener dos éticas, una para la naturaleza y otra para el ser humano, sin argumentar por qué, según convenga a nuestro discurso, aplicamos una u otra. No sólo es un problema que sea contradictorio, sino que esa contradicción nos debilita ante los adversarios políticos.

A partir de aquí, la argumentación de por qué es necesario seguir con la pregunta.

Si nosotros, los que criticamos a los tecnoptimistas, fiamos a la tecnología la decisión de quien morirá, nos hacemos un flaco favor conceptual. Por definición, y según nuestras ideas, deberíamos dejar de lado que la tecnología venga en nuestra ayuda ante un dilema tan rotundo como es el del sinsentido de la muerte de un ser humano.

Pero veamos qué hay detrás. Empecemos por una obviedad: quien quiere el fin, quiere los medios, aunque lo niegue.

¿Cuál es el fin del transporte público? Dar un servicio lo más democrático posible (en el sentido de alcance popular y alta eficiencia, con independencia del estatus social, económico o biológico), y ligado a ello, con el menor impacto social, económico y medioambiental posible. Impacto que nunca será cero.

El primer fin vendrá constreñido por los otros tres, lo que planteará continuamente problemas que los técnicos en urbanismo, con apoyo de especialistas, deberán solucionar.

Hasta ahora el impacto humano no entraba entre las constricciones a ser tenidas en cuenta por los técnicos, estaba resuelto a través de la norma comúnmente aceptada de diferenciar entre incidentes accidentales e incidentes dolosos, aceptando los primeros como el riesgo derivado de una amenaza cuya concreción, una vez conocida, se debe minimizar y responsabilizando de los segundos, incluso de forma penal, a unos humanos concretos. La responsabilidad civil se da por supuesta y a cargo del responsable del servicio.

El problema que Philippa Foot plantea tiene que ver con la posible implantación de vehículos autónomos, y sí, es de raíz ética y no hay nada en la naturaleza que nos permita elaborar una analogía.

¿Es preferible decidir matar a uno a permitir que cinco mueran?

Ésta, y no otra, es la pregunta, y lo es en éstos, y no otros, los términos.

En el ejemplo del tranvía, en un ramal, aquel que el tranvía va a recorrer si no hacemos nada, morirán cinco personas. Si actuamos, activando la aguja, mataremos a una persona, salvando a las otras cinco.

Nada sabemos de los cinco, a los que es posible que ni siquiera veamos, y de los que alguien, del que no tenemos razón alguna para dudar, nos advierte de su existencia, precaria si no actuamos. Nada sabemos del uno, salvo que nuestra acción lo matará.

Incluso podemos decir que continuamente van cambiando esos cinco (podríamos decir que es un paso donde caben cada vez cinco personas), y que de igual manera va cambiando ese uno (un paso donde cada vez sólo puede contener a una persona).

Se asume que sólo existen dos grandes tipos de éticas (laicas, que de religiosas hay tantas no ya como religiones, sino casi como creyentes), las llamadas teleológicas, que ponen en primer plano, en tanto que seres sensibles, las consecuencias de nuestras decisiones, y las deontológicas, que viene a decir que, en tanto que seres racionales, nos debemos atener al principio del deber.

Entre las primeras, la más conocida es la utilitarista (Bentham y Mill fueron sus primeros valedores), entre las segundas, la más conocida es la kantiana (obviamente puesta en escena por Kant).

El utilitarismo y el ecologismo tienen una articulación a veces conflictiva, pues la búsqueda de la mayor felicidad (entendida como maximización del placer y minimización del dolor: somos, ante todo, seres sensibles) posible para el mayor número posible de personas, fin de la ética utilitarista, suele chocar con una cierta llamada al deber por parte de los que entendemos que, si queremos proteger la naturaleza como un bien en sí, y no sólo como un bien para nosotros, a algo debemos renunciar, aunque dicha renuncia conlleve renunciar a maximizar el placer o incluso a minimizar el dolor. En las éticas teleológicas es más fácil aceptar que el fin, no de forma absoluta, pero sí de alguna manera, justifica los medios.

La ética deontológica tiene también un articulación conflictiva con nuestra vida diaria, por ejemplo: debemos no mentir, pero mentimos no sólo por interés, sino desinteresadamente, y así podríamos poner cientos de ejemplos. Choca más profundamente en la medida de que lo que está en juego se acerque a nuestro círculo más íntimo (paisanos, saludados, conocidos, amigos y familia, de menor a mayor capacidad de hacernos caer en contradicciones). Igualmente costará mantener aquello de que tanto los fines como los medios deben tener su propia e íntima justificación, acercando la posibilidad de que de alguna manera el fin justifique los medios, posibilidad totalmente ajena a la deontología.

¿Podemos ser a veces teleológicos y a veces deontológicos? Evidentemente, sí, pues somos humanos y por ello sujetos a contradicción. La pregunta es: cuando razonamos, cuando establecemos las bases de un discurso en base a una argumentación racional, y aunque podamos ¿Debemos? Evidentemente, no: es hacernos trampas y ofrecer flancos débiles a los adversarios.

¿Por qué debemos renunciar a la ética utilitarista, en particular en el tema que nos interesa?

Primero debemos aislar el problema y determinar a qué no nos estamos refiriendo.

No es el caso de un piloto de avión que, perdido casi todo el control del mismo, actúa para minimizar los daños personales, y está en el deber de buscar, pues para eso es el piloto responsable, la alternativa menos gravosa de las posibles.

Tampoco es el caso del capitán de un barco que, estando ya en un bote salvavidas, asume la responsabilidad de no aceptar más náufragos a bordo so pena de que el bote zozobre.

Mucho menos estamos ante el caso de un altruismo extremo, que al ofrecer la propia vida, pone en riesgo a uno (él mismo) para salvar a otro u otros.

Ahora analicemos el problema desde nuevos puntos de vista.

El ejemplo extremo, el que cualquier estudiante de bachiller lee o propone, es el siguiente:

En un hospital entra una persona accidentada en coma. Podemos intentar salvarla, con un pequeño margen de éxito, inyectándole una droga.
En el mismo hospital hay cinco personas en situación crítica a la espera de un trasplante.
Si inyectamos la droga al accidentado, se salve o no, no podremos usar sus órganos en el trasplante, con lo que morirán las cinco personas.
Si no le inyectamos la droga, morirá sin remedio, y podremos salvar sin duda alguna a las cinco personas.

Sois el director médico ¿Cómo actuaríais vosotros: condenaríais a las cinco personas a una muerte segura por una cierta, pero pequeña, posibilidad de salvar a una?

El personal sanitario, todo el personal sanitario, no tiene ninguna duda ética: primum non nocere (La expresión latina primum nil nocere o primum non nocere se traduce en castellano por "lo primero es no hacer daño". Se trata de una máxima aplicada en el campo de la medicina, frecuentemente atribuida al médico griego Hipócrates.)

Los utilitaristas no dogmáticos, tampoco.

Otra aproximación:

En un laboratorio farmacéutico se produce una droga que salvará al 5% de una sociedad que padece una extraña enfermedad mortal e incurable. Una vez obtenida, la única forma de administrarla es disolviéndola en la canalización pública del agua para que alcance a todos. El suministro de esa droga conlleva indefectiblemente que un 0,01% de la sociedad muera por trastornos letales debidos a sus efectos secundarios.

Sois el presidente del laboratorio, y ya os debéis imaginar la pregunta, y aquí el primum non nocere no os protege.

Una de las trampas de la tecnología, tras la que los tecnoptimistas se esconden, es la mediación que ésta establece entre el agente y el paciente.

En los dos ejemplos citados no existe mediación posible, estamos ante una relación directa entre la decisión del agente y la consecuencia en el paciente, lo que nos permite ver la responsabilidad de la consecuencia, pero no de forma utilitarista, sino por conformidad con el fin que creemos es nuestro deber: primum non nocere (algo muy kantiano, pero a la vez, y por decirlo así, muy genético).

Cuando existe mediación (un dron, por ejemplo, o también un botón que de alguna forma interviene alejando la acción -simplemente apretar un botón- de la consecuencia -inundar de gas ciclón una cámara) parece ser una constante ineludible que la responsabilidad por la consecuencia de nuestra acción (decisión) se diluya, tanto más cuanto menor relación espacio temporal exista entre decisión y consecuencia.
Que sea así, que sea un hecho de la naturaleza (humana) dimitir de la responsabilidad de nuestras decisiones o acciones en la medida que sus consecuencias se alejen de nosotros en el tiempo y en el espacio (y en el círculo moral: de la familia a los extraños), no nos permite aceptar que deba ser así (del ser no debemos pasar al debe ser: es la llamada falacia naturalista, de la que a veces peca cierto utilitarismo: si algo es así, es que debe ser así ¿no os suena a discurso de la derecha, especialmente para temas sociales? Pues sí, porque la derecha es utilitarista de forma dogmática).

Que sea así, por que sí es cierto que así de frágil es nuestra capacidad de responsabilizarnos (cómo, si no, tenemos todos móviles sabiendo que obtener coltán, indispensable para su producción, literalmente mata personas en las minas africanas; y quien dice móviles, puede decir tantas y tantas cosas que usamos, incluso el sostenimiento del -pequeño, en nuestro caso- estado del bienestar) no nos permite afirmar que así debe ser.

Y ahora volvamos a la pregunta inicial.

Si decidís vehículos autónomos por las razones técnicas de seguridad, eso significa que por salvar a cinco, aunque no sepáis qué cinco, condenáis a uno, aunque no sepáis qué uno.

¿Por qué veis diferencia entre esta opción y cualquiera de las otras dos?

En primer lugar, por tecnoptimismo: traspasáis a la tecnología la decisión de quien debe morir, olvidando que la tecnología tiene (y tendrá) un componente ideológico y de interés que no tiene por qué ir acompasado con el bien común. En este caso, es la tecnología, y los tecnólogos, especialmente los tecnoptimistas, los que deben soportar la carga de la prueba y ser considerados no inocentes hasta que se demuestre lo contrario (lo mismo que, con toda contundencia -y razón, añado- sostenemos ante la biotecnología genética aplicada los organismos modificados genéticamente).

En segundo lugar, por debilidad: la mediación que existe entre una decisión administrativa (adquirir unos u otros -o decidir no adquirir: no hablamos de un metro automático, que tiene un universo discreto de posibilidades) y sus consecuencias actúa, aunque no pensemos en ella. Es tan lábil, delgada y frágil en nuestra mente (pero no en la realidad) la relación entre decidir la compra de un vehículo y la muerte de una persona, y la mediación es tan poderosa, firme y consistente que no nos sentimos interpelados por responsabilidad alguna, pero existe y debemos recordar el “primum non nocere”, o poco nos diferenciaremos de aquellos a los que criticamos por argumentar que los omg salvan vidas.

PD: no todo está dicho y es de humanos errar, pero es diabólico perseverar, así que, como no puede ser de otra manera, critico porque estoy abierto a críticas.

Epílogo. Philippa Foot demuestra que, por coherencia de razones y argumentos, la gente que en el dilema del tranvía ha escogido matar uno para salvar cinco debería estar contra el aborto no terapéutico, mientras que la gente que deja morir a los cinco por no matar a un debería, también por coherencia argumental, estar a favor del aborto no terapéutico.

Pero no se preocupen, una cosa es la coherencia argumental, especialmente en temas éticos, y otro la natural contradicción humana.


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