
http://elpais.com/elpais/2017/06/20/opinion/1497987077_918619.html
La coincidencia del desafío secesionista del nacionalismo catalán con la consolidación de nuevos líderes en la izquierda española ha propiciado el pronunciamiento de estos sobre las líneas que debería adoptar la ordenación de España como país. Cabe ya alguna apreciación sobre sus propuestas. Y aunque resulte sorprendente, puesto que ambos líderes se presentan como emblemas de la novedad, nos hallamos ante un caso duplicado de lo que Américo Castro calificó como mesianismo regresivo.
¿Regresión en qué? Pues en ese proceso que se inició hace 40
años y que, conflicto tras conflicto, tropezón tras tropezón, ha permitido
tanto a la política práctica como a la doctrina académica perfilar los
problemas de concepción y funcionamiento del Estado autonómico, de manera que
hoy exista una posición común sobre cuáles son y cómo se deben abordar (y cómo
no se debe hacer). Pues bien, Sánchez e Iglesias suponen una enmienda regresiva
a la totalidad de este fondo común compartido de experiencia, decisión y
reflexión a que el sistema había llegado. Y que no era tanto un fondo de
substancias como de métodos.
Primera regresión: en los ejes conceptuales del debate sobre
el Estado autonómico y su mejora. En lugar de hablar de cuestiones concretas,
mesurables, divisibles y negociables (competencias, financiación, órganos,
relaciones interinstitucionales), se traen al escenario unos conceptos
sociológicos vagos y esencialmente controvertidos, tales como nación, nación de
naciones, plurinacionalidad, poder o cosoberanía (las palabras grandes y
mágicas) y se intenta encontrar soluciones en su adecuada pronunciación,
conjugación o invocación. Típica política de los chamanes, al tiempo que un
adanismo que desprecia la historia y la experiencia. Porque no se trata tanto
de discutir la corrección de las formulaciones librescas en torno a la idea de
nación (a mí me encanta Capmany en el XVIII con su nación de naciones), sino de
saber prevenidamente que ese es un camino estéril e improductivo en el campo
normativo. La nación no es una realidad ontológica a la que quepa aplicar el
criterio de verdadero/falso, sino un hecho social creado por y sostenido en una
creencia compartida. Discutir de naciones es tratar con emociones, con
creencias, con sentimientos, con historia: bonito para debatir pero altamente
confuso como método para ordenar la realidad.
Admitan que España es plurinacional, cerriles derechistas
conservadores, decía el mesías Iglesias en el Congreso. Y casi igual Sánchez en
el suyo, aunque introduciendo la diferencia imposible entre las naciones
políticas y las culturales. Admitido eso, la convivencia feliz de tinerfeños,
ibicenses y demás mediopensionistas ibéricos estará garantizada. Uno diría que
eso es algo que ya está reconocido en la Constitución, garantizado incluso. Y
desarrollado en las leyes. Algo que la derecha se ha tragado hace mucho. No se
ve cómo el proclamarlo enfáticamente una y otra vez mejoraría la gestión de los
asuntos conflictivos. Entre otras cosas, porque el verdadero escollo reside en
el hecho de que los nacionalistas periféricos se niegan a admitir que España
sea una nación (plurinacional o no), pues para ellos es solo un Estado (algo
que, por otro lado, es la tesis clásica de la izquierda española, véase
Suresnes, a la que vuelven hoy nuestros profetas). De donde nace la ausencia de
lealtad federal al conjunto, por un lado, y su empeño en construir desde el
poder unas sociedades rígidamente mononacionales ayunas de pluralidad.
Impartirles desde Madrid la buena nueva de que por fin son naciones (¡cómo si
ellos no lo supiesen!) no cambia el problema básico que aqueja al sistema
federal, la ausencia de Bundestreue [lealtad a la federación]
y el que no se admita que Cataluña y País Vasco son igual de plurinacionales
que España (más, dice Joseba Arregi).
Segunda vía de regresión: la cuestión territorial como casus
belli contra los conservadores. Si las cosas van mal, si Cataluña se
quiere ir, la culpa es de los separadores españoles, no de los separatistas
catalanes. Y los separadores españoles son las derechas, para las que no pasa
el tiempo: eran centralistas antes de Franco, con Franco y después de Franco.
Con este simple pero eficaz planteamiento —Iglesias lo repitió hasta la náusea—
matan varios pájaros de un tiro: excluimos a las derechas del juego político
(la secular querencia española por la exclusión del adversario) y solucionamos
el problema territorial.
Tercera grave regresión: mientras invocamos entelequias
metafísicas no hablamos de lo relevante. Parafraseando a Otto Bauer, hablan de
la identidad pero en el fondo discuten de la propiedad. De cuánto rinde al
bolsillo ser nación. Pero, claro, así enfocada sería una discusión incómoda.
Ejemplo impar de camuflaje: el de Iglesias con su nuevo conejo ideológico, la
fraternidad entre los españoles como valor fundacional del Estado. Tapar con
poesía lírica las carencias lógicas de lo que se propone. Los valores clásicos
de la igualdad y la solidaridad, gracias a siglos de experiencia y discurso, se
habían concretado bastante: igualdad en esto, no en aquello, solidaridad pero
hasta aquí, etcétera. La solidaridad es medible y divisible: basta definir el
nivel de servicios públicos bienestaristas a que todos los españoles tienen igual
derecho y aquellos en que las naciones pueden tenerlos mejores por razón de su
mayor riqueza y su historia privilegiada. Vamos, concretar en euros per cápita
lo que vale la nación foral, o la nación centralista, o la nación de naciones.
Pues se acabó, adiós a los conceptos mesurables: Monedero definía: “Socialismo
es amor”, Iglesias dice “España es fraternidad”. Mesiánico.
Regresión también en la calidad de la legislación: el maestro
Manuel Aragón recordaba al hablar del tratamiento constitucional de las
diversas lenguas españolas que el plano del derecho es el de la normatividad,
no el de la descripción de lo que existe, es normal, propio o impropio de una
sociedad concreta. Para eso están la sociología o la lingüística, el derecho
está solo para establecer derechos y obligaciones respecto a la lengua, o
respecto a las autoridades territoriales. Llenar la Constitución de
definiciones es puro escolasticismo, aquel sistema medieval que creía que la
ciencia consistía en definir bien al ente.
Por eso, precisamente por eso, es vacuo y regresivo el
volver a invocar las grandes palabras. Porque no conduce a nada decir que
Ruritania es una nación si no se precisa qué consecuencia tiene tal cosa. Salvo
la de que, como decía Esquilo, las grandes palabras traen los grandes
problemas. En cambio, decir en la ley que todos los ruritanos tienen igual
derecho a la medicina, la enseñanza o la asistencia hasta el nivel x, es claro,
sencillo, discutible y negociable. Como una Ley de la Claridad para evitar los
choques de trenes.
No sería poesía ni profecía. Ni populista. Pero sí mejor
camino para reordenar la realidad. Y de eso se trataba, ¿no?
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José María Ruiz Soroa es abogado.
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