La cultura, podemos decir, tiene, ante posibles procesos estructurantes o desestructurantes de ella derivados, dos componentes de contradictorio, cuando no antitético, comportamiento: educa e instruye. La cultura, como vehículo de educación, y no olvidemos lo emparentada que está la palabra educar con la palabra conducir: las dos provienen, etimológicamente hablando, de la latina dux -raíz que produce dentera a la izquierda-, es vertebradora de sociedad: diríamos que coadyuva a la integración social del ciudadano, tanto a través del conocimiento como gracias a la 'buena educación'. La cultura que educa prepara para el necesario, imprescindible, incluso, proceso de asimilación: nacemos y morimos en una sociedad, y pertenece a la justicia básica de la misma que nos enseñen y nos eduquen para sentirnos 'ciudadanos libres e iguales en un sistema equitativo de cooperación' (John Rawls, 2002): de alguna manera ésta es una visión y una función cosmogénica y alejadora del caos, seguidista del proyecto ilustrado del progreso por la razón, heredera del logos griego.
Claro está que la cultura que educa constriñe y reprime: la naturaleza no es un sistema equitativo de cooperación, ni la del buen salvaje lo fue, a pesar de Rousseau. La cultura, por otra parte y como sistema que instruye, y aquí conviene tener en cuenta la fuente común de los lexemas de las palabras instruir y construir, permite crear herramientas generadoras de estructura -mismo lexema-, generadoras de futuro.
Aquí conviene hacer un paréntesis para mostrar nuestros respetos a la defensa que de la relación maestro - discípulo hace Rafael Argullol, y como aquél instruye a ése con el único y último fin de que aprenda a volar por sus medios.
Si aceptamos, pues, que la cultura como instrucción permite que nos dotemos de herramientas para la construcción de las estructuras del futuro, no nos costará mucho deducir de ello, sobre todo si emulamos al Ángel de la Historia de W. Benjamín y miramos a nuestro alrededor, que la cultura como instrucción es generadora de caos: y no puede ser de otra manera. Cualquier vitalismo sólo enraíza en el caos: así nació el primer ser biológico vivo, y aunque sea metafóricamente hablando, así nació el primer ser cultural vivo.
La cultura que instruye da alas a la trasgresión, es disolvente y destructora, su función y producto nos aleja de la ilusión de una ilustración racionalizadora y nos pone en el camino del caos: también es heredera de los griegos: los cínicos son su fuente.
De la tensión entre los dos componentes, el cosmogénico y el caosgénico, el que en un extremo nos llevaría a la moral victoriana (o al nacionalcatolicismo) y el otro al capitalismo neocon (o al absceso marbellí), del necesario pensamiento complejo que sea capaz de integrar el antagonismo inherente a educar e instruir (nuestros respetos para E. Morín), nace la sutil esperanza que, aún siendo trágicos, nos impide ser apocalípticos -en el sentido bíblico del término. Sabemos que moriremos: somos trágicos. No sabemos de qué: no desvelamos -apocalipsis, en el sentido griego del término- ni el cómo, ni el cuándo ni el por qué: porque no lo sabemos. Sencillamente, porque no lo podemos saber.
12/05/06
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